lunes, 20 de octubre de 2014

EL GUARRO DE LA COLONIA

No es mi intención emular el estilo “covarsiano” para narrar esta experiencia que a continuación trato torpemente de plasmar. Pero sinceramente, no recuerdo la temporada en la que fue, y eso que el hecho, las circunstancias y el resultado de mis acciones, lo llevaré siempre grabado a fuego.

Si se que al menos, los veintitantos años hará. A lo que vamos. Cazábamos con nuestros perros en “Carbonosas”, archiconocida finca de nuestra querida Sierra de San Pedro, muy cerca de la localidad cacereña de Aliseda, al entrante y a la postre, centro neurálgico de la zona. Montearíamos, como no podría ser de otra forma, a las órdenes de Jesús Carrero y su equipo, por aquel entonces, responsables de aquel singular y montero “Grupo Hito”. Para que sirva de homenaje, decir que a día de hoy y previo relevo generacional por ambas partes, seguimos compartiendo jornadas de caza con este genial grupo.

Creo que nos tocó en suertes el cierre que linda con terrenos sociales del pueblo antes referido y que tampoco recuerdo su nombre. Perdonad tantas imprecisiones, pero desde entonces, por suerte, algunos días hemos dado con nuestros pies en el campo. Si algo puedo recordar, es que llovía a mares.

Allí que fuimos a parar mi padre y yo, al amparo de una frondosa encina, que al principio nos servía de protección, pero que como bien reza el dicho: “cuando llueve, debajo de un árbol te mojas dos veces”. Delante, un testero de jaras salteadas que partía un arroyo, y a nuestra derecha, un apretón de zarzas y jaras entrelazadas, propias de la frescuras de los propios. A la izquierda, el regato seguía su curso hacia abajo, dando una bonita y seguida “galitera”, a un portillo de una pared de piedra, por el que a buen seguro, utilizaban reses y cochinos para salir a buscar ese alimento vital, ese manjar que es la bellota. Detrás, una gran dehesa.

Entre el aire y el agua, el ruido de las encinas, el paraguas, los trajes de agua etc., lo más que podíamos hacer era tener los ojos abiertos como platos y estar pendientes del testero y del portillo antes referido, por si alguna res o cochino buscaba la huida hacia el llano. Por aquel entonces, jovencito yo, cada vez que me duchaba por la noche, me ponía en cabeza y cuerpo mi buena ración de esa colonia de olor característico que todo el mundo conoce, si hombre, esa del bote de plástico y tapón verde de medio giro ¡Coño la “Nenuco”! La cosa es que llovía tanto, que la gorrilla se me empapó y la “Nenuco” hacía estragos en mis ojos. ¡Qué refregones me daba!.

Casi al final de la montería, y porque entiendo que así coincidió la cosa, en una pequeña tregua que nos dio el cielo, entre nubarrón y nubarrón (las conocidas claras), escuchamos una ladra lejana, que poco a poco venía en nuestra dirección. Ya digo que la clara traía poca cosa y fue breve, por lo que dio paso al estado natural del día. Pero ya no quitábamos ojos y oídos de la ladra, que por momentos se paraba, por momentos arrancaba, unas veces traía y otras llevaba. Tras unos minutos de intensa espera y de tratar de adivinar que podría ser, de nerviosismo y tensión, se monta la “marimorena” en el apretón de monte y zarzas de nuestra derecha, a pocos metros de nosotros. Sin duda, un cochino cansado de correr delante de los perros, se había aculado dentro y los estaba esperando a “puerta gayola”, para dar buena cuenta de su osadía.

Mi padre se acercó unos metros y, a distancia, esperó el tiempo prudencial para que vinieran más efectivos, pues pocos valientes le acosaban, siempre desde fuera, para cuchillo en mano acercarse a socorrerles y rematar el cochino, que por otra parte, no sabíamos de su tamaño pues no lo habíamos casi ni escuchado llegar al lugar. Sólo los perros delataban por sus ladridos, que algo había allí dentro. Llegaron algunos perros más y algunos se armaron de valor y entraron a agarrar, lo que mi padre aprovechó para salir en su ayuda.

Fuera porque le cargó aire a mi padre, que bien trató de no hacerlo pero imposible controlar el aire que revocaba constantemente, o porque se vio que allí entregaba el “gabán”, que el cochino arrancó a pocos metros de mi padre y de los perros, sin que casi ni se dieran cuenta, ni unos ni los otros, de lo apretado del monte y sobretodo, del aire y del agua que caía. No pudo el animalito irse por otro lado que por el testero de enfrente, pasándome atravesado dirección al portillo, a unos 50-60 pasos de mí. ¿Y qué se me ocurrió hacer? Avisar a mi padre para que corriera hacia el puesto y jugara su suerte. ¡Pues no! Agarré el .300 de cerrojo que mi padre había dejado con el seguro puesto y el visor con las tapas puestas, y, como ya había cobrado algunas reses, me dispuse a aprovechar la oportunidad y a jugar el lance. Le “casqué” a tierra o a bicho tres chispazos, en el tiempo que le dio a mi padre a volver al puesto y quitarme el rifle de las manos, y puedo asegurar que no estaba lejos y en esos años, bastante más ágil que ahora. Había visto el lance y lo que es peor, al cochino y venía con los ojos desencajados diciéndome que era enorme, que si lo había matado. Yo no sabía ni que decirle, porque lo que sabía, era que lo había metido bien en el visor, pero no le había visto síntomas de flaqueza. La cosa es que estábamos en esas cuando, torpe y visiblemente herido, el cochino se disponía a pasar por el portillo rumbo a los llanos. Antes de pasar, se paró en la puerta y mi padre aprovechó para mandarle otro recado, que entre otras cosas, le aligeró la marcha.

Bueno, bueno, bueno ¿He dicho que llovía más que el día que enterraron a “Bigote”? Si, ¿No? pues más me cayó a mí encima. Los “raspapolvos” se sucedían uno tras otros, y este padre mío no paró en todo el resto del día, del viaje de vuelta y de cada vez que se acordaba. Toda esperanza me la jugaba a una carta, que no era otra, que la de encontrar el cochino vivo o muerto durante el posterior “pisteo”. Para ello, salimos a uñas hacia la suelta entre reproche y reproche, para montar en el coche algunos perros de nuestra recova y junto a mi, Tío Luis, tratar de dar con el suido. No esperen la moraleja en base a un final feliz, porque esta historia no lo tiene. El final feliz por supuesto. Andamos muchos metros tras las huellas y rastros que torpemente trataban de seguir los perros por aquel barbecho en el que nos hundíamos hasta los tobillos. El rastro de sangre se lo habían llevado las regateras o absorbido la tierra, teniendo que desistir tras una larga búsqueda, por el que a mi se me hizo un auténtico desierto.

No se si será cierto o no, pero semanas después nos dijeron que alguien del pueblo se topó con el cochino que yacía inerte en la zona por donde huyó, a buen seguro herido de muerte, mientras disfrutaba de una jornada de menor. Nos contaron que sus colmillos eran como los de un elefante africano. Que lo habían homologado y que era medalla de oro. Yo todavía pienso que no es verdad, “que los de pueblo semos mu exageraos y siendo cazaores, más entoavía”. Ello dio pie para estar algunas jornadas sin acercarme tan siquiera al maletero para colgarme el rifle. Le duró meses, no se crean. Anda que no lloré ese día y algunos posteriores. Encima, algunos amigos de mi padre, no paraban de recordarle con sorna la anécdota durante la temporada.  Una lección más que te da la vida y aquellos con los que tienes la suerte de disfrutar de jornadas de caza. Siempre se aprende, siempre hay alguien que te puede dar una lección, sea jóven, o sea menos jóven.

MORALEJA: Con el tiempo aprendes que la experiencia vivida con cada persona es irrepetible.


Óscar Ángel Díaz González
Secretario de Juvenex y cazador.
@GaliteraHunter

 El Mani y Raul Blazquez

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